No termino de acostumbrarme. Siempre los nervios, la excitación antes de la proyección. El público que entra y va tomando posiciones. Nos echa una mirada interrogante. ¿Será éste el director? Las presentaciones de rigor, los agradecimientos. La proyección. Esa hora y trece minutos interminables en espera del fundido a negro final, pendiente de cada respiro, cada risa, cada movimiento de un público desconocido y que nada nos debe. Luego las preguntas, a veces sorprendentes, otras reiterativas. Uno cumple con su papel. Varia sus respuestas ante preguntas conocidas, en función del ánimo y el público. A la caza de la pregunta que nos sorprenda. Que no sepamos responder, que nos llevemos a casa como un regalo. Qué placer cuándo esto sucede… que deleite cuándo una proyección se aleva a diálogo aristotélico.

[lo que si no deja de sorprender es la lucha que exije a veces algo tan simple y de derecho natural, como que la proyección se haga de manera digna y profesional. Técnicamente hablando. Hay situaciones que parecerían erigirse como en un juego imbécil de ver si el director es suficientemente listo como para detectar, ver y declarar que la calidad no es buena… y tomar las medidas pertinentes. No quiero ni imaginar cómo se proyecta la película cuándo no estoy presente, en situaciones similares. Los directores nunca deberían renunciar a ese derecho inalienable: y es que su obra sea presentada de la mejor manera posible. So pena de no participar en la proyección].

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