Exteriores. Atardecer. Sentados al borde de la piscina, los piés en el agua.
I. me pregunta mi opinión sobre J., con quién coincidí en el desayuno, esa misma mañana. Me encojo de hombros, evitando dar lacerante opinión. «Aquí, nadie dice lo que piensa», espolea ella. Echo mano al libro que me acompaña, y citándo, leo: «(…) despertaba ese incomparable rencor que sólo causan la inteligencia, la gracia y la pedantería francesas» [Jorge Luis Borges]. Ella ríe su risa inteligente, confirmando mi opinión. Hago ademán de levantar mi rostro hacia arriba, dejando la nuez expuesta, el mentón a 120 grados del eje del cuello… y agrego ya sin piedad, fruto de mi propia cosecha: «lo que me fascina es ver el gesto, el gesto de la soberbia, más alla de lo que se dice, el movimiento del mentón, la mirada siempre por encima de su interlocutor, inquieta, como queriendo mostrar, a fuerza de practicarlo infinitamente, una mente convulsa de inteligentes pensamientos que se quieren abrir paso». «Eso se aprende», dice ella, «se lo enseñan desde chicos en sus liceos exclusivos, luego hasta se lo creen» (y dicho por ella -excelente y sincera artista- se convierte en una verdad inapelable). Le confieso que me gustaría rodar un hombre así. Quedaría escracheado ante la cámara. El ángulo, un momento más abajo que su mirada, sin llegar a contrapicado. No importa lo que diga, sería irrelevante. Por lo pronto, mañana, seguiré disfrutando de su estudio al natural. El estudio del gesto. El gesto de la soberbia.

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