N. viene a cenar ayer. Se autodefine como progresista y de izquierdas. Se suma a causas loables en el tercer mundo. Ahora dirige un festival cultural en Barcelona, subvencionado por la Generalitat y otras organizaciones. Busca un nuevo meritorio en prácticas para que la ayude con las tareas de producción. Quedó bastante decepcionada con el del año pasado. Yo le explico que es parte del asunto: alguien a quién no le pagas, no tienes derecho a exigirle un buen trabajo. Me mira extrañada. Continúo la idea: el sistema de prácticas, que nacen conjuntamente con el auge de los masters, es una explotación encubierta, y también una forma de borronear las cifras reales del desempleo. Que si es de izquierdas, tal como a ella le gusta definirse, debería oponerse a esto y contratar a alguien, pagándole como dios manda, como contrapartida por su fuerza de trabajo (es decir, su tiempo y aportación a la empresa). Se defiende diciendo que no tiene presupuesto, le respondo que entonces no haga el festival. Argumenta que «no lo hace por ella sino por la sociedad». Risas. Si la sociedad no te puede dar el dinero que necesitas entonces cierra, no aceptes catárticas limosnas, remato. No me entiende, sé que no me puede entender. Ella cree que ser de izquierdas es vestirse con un pañuelo a cuadros, una especie de moda cool. Lo que no sabe, ni nunca sabrá si no estudia un poco, es que la izquierda es una actitud, ante todo, materialista, es decir, económica. Y mientras estos vociferantes progres sigan así, no hacen más que favorecer la explotación del otro, pero eso sí, con buen rollitoy sin siquiera una buena ley de indemnizaciones.