Muere Raúl Alfonsín. Hablar de él es como hablar de adolescencia. Mi adolescencia. De juventud, de una época en que la política se vislumbraba, con la inocencia de la edad, como una alternativa posible, el poder de la palabra para convencer, guiar, dar un sentido, restablecer el sentido, re-establecer de sentido, a cada uno de los vocablos que, erosionados, ya carecían de luz propia. La emoción del descubrimiento de la democracia. Aquella mágica palabra, artilugio sin igual, que solucionaría todos nuestros problemas, que abriría las puertas del deseo. Nunca más, un acto popular y político, volvería a emocionarme como aquello, significando una revolución en mi vida.
Colgar el uniforme, dejarse el pelo largo. Las primeras asambleas de estudiantes.
Cuándo Alfonsín es investido presidente, el diez de diciembre de mil novecientos ochenta y tres, la calle era, literalmente, una fiesta. Una grande y ancha avenida -Cabildo y Juramento- sin coches. Esa misma noche, recuerdo, había participado en lo que fue mi primera y última obra de teatro. «¿Quién, yo?» de Dalmiro Saenz. No recuerdo si hacía el role del fiscal o del abogado defensor. Recuerdo eso sí, que era una obra con moralina. Un tanto decadente, de esas que suelen excitar las mentes de púberes adolescentes que creen hablar con palabras de sedición, pero veladas.
No suelo hacer semblanzas de políticos, es verdad, pero permítaseme recordar a Alfonsín como si de un héroe de adolescente se tratase, un héroe de tebeo, un personaje mítico pero no menos real, siquiera, por todos estos recuerdos que me vienen de repente…

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