Sesión de investidura. Mi hijo me pide ver la «película del Congreso». No hay escuela, día después de Reyes. Los niños se quedan en casa para jugar con sus regalos, y los padres (y las madres, claro) a lidiar con sus respectivos trabajos para poder quedarse a cuidarlos sin que le descuenten la jornada. Hermosa conciliación familiar. O esto, o pagar sesenta pavos para una canguro (lo siento, no encuentro canguros hombres, no es una cuestión sexista, y el único que encontré, ya no está en la ciudad). Además, la situación no está para gastarse nada. Bueno, total que Nathan se despierta a las siete del mañana dispuesto a jugar, a hablar, a comer y a liarla parda. A las once y media, viendo él de refilón la portada de un periódico online que estaba yo consultando, pregunta: «¿podemos seguir viendo la película esa que estábamos viendo el sábado? No se terminó todavía, ¿no?». «Pues no, no se terminó, hoy es el último capítulo». «¿De verdad? ¡Veámoslo!». Y así fue como, un martes después de Reyes, un padre y su hijo de cinco años, sentados frente a la pantalla del ordenador, se deleitan con las ponencias de los disputados, como se le dio en denominarlos acertadamente mi alegre e infatigable retoño. Él quiere saber quién se lleva al final todos los papelitos. Desde el día en que fuimos juntos a poner el sobre en la biblioteca del barrio está curioso de cómo concluirá el asunto. Me sorprende su interés en el espectáculo. Es verdad que tiene tendencias performáticas, pero el hecho de quedarse sentado más de una hora y media oyendo a gente –con barba o sin ella– vociferando en una tribuna, me sorprende. Me pregunta quién es el bueno y quién es el malo. Lo animo a que lo vaya dilucidando solo. Y en general, para mi sorpresa, acierta bastante. El Congreso como plató de espectáculo, entretenimiento didáctico para niños: ejemplo de malas maneras, imagen pedagógica de lo que no puede ser.

(enero 2020)