175

Pasamos frente a la comisaría del Passeig Juan de Borbo. Un agente urbano nos mira torvo. Unos metros más tarde, le explico a Nathan:  
– Si nos hubiera preguntado por qué vamos así, los dos, en la bici, le tenemos que decir que es porque la tuya está rota.  
– Pero no es verdad –responde él– no está bien mentir.  
– ¿Nunca está bien mentir? ¿Estás seguro? 
Nathan pensativo, no contesta.  
– Veamos –continúo– imaginemos que un señor muy malo muy malo quiere atrapar a alguien muy bueno muy bueno. Y tú tienes escondido en tu casa al señor bueno. El señor malo llama a tu puerta. Le abres y te pregunta: «Dime Nathan la verdad, yo sé que tú eres una persona recta y que nunca mientes. ¿Está aquí escondido el otro?». Tú, ¿qué le contestarías?  
– ¡Pues que no está! –responde Nathan con naturalidad, como si le hubiera preguntado una obviedad.   
– Entonces a veces se puede mentir, ¿no? ¿Ves que no siempre está mal mentir? 
– Es verdad –dice sorprendido de su reciente descubrimiento.  
– Entonces, ¿por qué crees tú que hay situaciones dónde se puede mentir? 
– Cuándo hay un motivo bueno. 
– Y en el caso de esta historia, ¿cuál es el motivo? 
– Qué el malo quería atrapar al bueno. 
– ¿Y en nuestro caso? 
– Que los niños nos pasamos un montón de días encerrados y yo todo lo que quería era ver un momento el mar… ¡hasta los perros podían salir y nosotros no! 

Kant, imperativo categórico. Lección 1.     

(principios de mayo 2020) 

174

En la plaza, fútbol con Nathan. De refilón, veo aparecer dos jóvenes sobre monopatines eléctricos. Movimiento envolvente: joven turista, móvil en mano, mochila mal ajustada, distraída. Sin pensarlo, le advierto. La joven, asustada, se aleja. Ellos se giran, y al grito de guerra, vienen hacia mi: «hijoputa, racista, racista, hijoputa, si no estuviera tu hijo te cortábamos la cabeza, hijoputa, racista, te partiremos una botella en la cabeza, racista, hijoputa, ya verás cuándo te encontremos solo, hijoputa, racista…».  

(agosto 2021)

171

Todo dura lo que dura una mirada. Semáforo, a punto de cruzar. A mi lado se detiene un hombre. Cuarenta y cinco años. Mascarilla blanca, pantalón negro, camisa oscura ajustada al cuerpo, zapatos de piel también oscuros, calcetines a juego, bajos bien arreglados a la altura de los tobillos. Todo muy cuidado, programado, pensado. Bolsa marrón de piel que le cuelga del hombro derecho. Consulta algo en su móvil. Imagino un profesional liberal reconvertido –por las circunstancias– a comercial. Del bolsillo derecho asoma la cabeza de un boli blanco de plástico. Desentona. Desequilibra todo el cuadro. Como adivinando mi decepción, lleva su mano allí, coge el boli y lo esconde en su bolsa.

(octubre 2020)

158

Manifestación animalista. Pancartas: «Fuera fascistas de nuestros montes». Se les caería la cara de vergüenza si supiesen que grandes asesinos de masas eran vegetarianos y amantes de los animales. 

(enero de 2019) 

144

Un paquistaní y un africano caminan por la calle: el paquistaní dice «yo no entiendo, hay gente que no tiene para comer, vive en la calle, no tiene nada, pero tiene dos perros, ¿qué te parece, amigo?». El africano responde: «pues no sé qué decirte…». El primero insiste: «a mi me da asco, además, ¿qué son dos perros?» El africano, contemporizador: «igual son sus amigos, le hacen compañía» El paquistaní concluye: «¡qué le van a hacer compañía! ¡un perro es un animal!».

(agosto 2018)

133

Me invitan a un encuentro judeo-musulmán. Música, pastitas, zumitos… Sentirse buena persona compartiendo una tarde con gente guais. Simpático, inocuo, preformato subvencionable. Estoy invitado en calidad de judío, lo sé, no me hago ilusiones. Es mi filiación lo importante aquí. Otros, seguramente, están invitados como musulmanes. Diálogo entre etiquetas. Todo resulta más extraño si cabe: algún que otro judío, otros que amanecieron judíos ayer mismo, un puñado de musulmanes y una mayoría de «gente de bien» con sonrisa beatífica que parecerían tener la frase som bona gent inscrita entre sus dientes. Sobre el escenario, con enorme pathos y mala pronunciación, tocan canciones judeo-árabes de una Sefarad inexistente, imaginaria, mítica. Hinei ma tov umanaim shevet achim gam yachad. «Abrazaos y cantad conmigo» –exhorta la cantante–, miro a mi vecina de asiento y no puedo más que aprobar la excelente idea. Tras tres canciones y dos pastitas, Nathan me chafa el asunto. Me pide ir al parque. «Con lo bonito que es estar los hermanos y las hermanas juntos», pienso, mientras me despido resignado de mi ocasional compañera para atender a mi querido y demandante retoño.

(marzo 2019)

125

Sábado mediodía. Café con leche. Tolstoi y «Sonata a Kreuzer». Un padre y dos hijos. El hombre parlotea y fuma orgullosamente un habano mientras ellos observan, entre hastiados y aburridos, el discurrir de un discurso mil veces repetido, ritualizado, obsesivo. El padre continúa, no se percata de la apatía de sus hijos. Cuenta hazañas dudosas de soldado, un pasado glorioso en la mili. Alza las manos a manera de rifle automático, y dispara, pum pum pum… los niños, al sentirse observados, sonríen, disculpándose… 

(junio 2010)


123

Déficit de atención. Una mujer sube al metro. Entre sus brazos, un bebé de apenas unos meses. El vagón está lleno. Nadie se levanta. Todos miran sus «pantallitas».

(marzo 2018)

#111

Una y otra vez constato, con estupor, el fenómeno: el espacio público se convierte en un lugar peligroso, se instala el miedo, la desconfianza. Las personas, encerradas en sus pantallitas y sus auriculares, temen. El «otro» es un depredador potencial (terrorista, carterista, violador, portador de un virus, captador). Pedir fuego, preguntar la hora, saber cómo llegar a algún lugar… la gente pierde la costumbre del contacto, da un paso atrás, se asusta, prevalece la desconfianza.

#110

En mitad de la algarabía, me encuentro con M. Nos saludamos cálidamente. Haciendo un ademán que parecería abarcar toda la plaza, se interesa por mi opinión. Le contesto que no sé, que me lo estoy rumiando. Tener una actitud de observación ecuánime en un mundo dónde todo se consume con la rapidez de un tweet, es una forma de mantener la cordura.  

(octubre 2017)

#97

Ola de frío. Una pausa en la escritura. Salgo a la calle. Marco, cuyo nombre todavía no conocía, me interpela. ¿Me conoces?, pregunta. Sí, respondo, te veo por aquí desde hace un par de años. Tres y medio, rectifica. Pues tres y medio, corrijo. Me cuenta que trabajaba montando escenarios, que se quedó sin trabajo, que no duerme de noche, que prefiere hacerlo de día. Me explica que por la noches, si te quedas dormido en la calle, el asunto puede tornarse peligroso. Robos, asaltos sexuales. No parece tener amigos entre los “sin techo”. Confiesa que no recibe ayudas de las instituciones, ni de las oneges que se ocupan de este tipo de situaciones. Lo ha intentado. Pero no está lo suficientemente necesitado para ser beneficiario de ayuda. No es alcohólico, ni drogadicto, ni loco. Bueno, confiesa, un poco loco sí, pero no demasiado, no constituye un peligro para nadie. Al final, me solicita un “préstamo”. Se lo doy. Me asegura que me lo devolverá en un par de días…

(enero 2017)

#93

Siempre la misma sospecha: que el peligro se agazapa inmediatamente tras la lengua, dispuesto a encaramarse, vistiéndose de las formas más diversas… Una conversación alrededor de una mesa… Está a punto de salir. El monstruo asoma la lengua, bífida, apenas un instante, un guiño imperceptible. Vuelve a esconderse. El resto de la velada parecería transcurrir con normalidad, pero es tan solo una ilusión. Quiénes vimos aquella lengua lo sabemos. Y ya nada podrá ser como antes.