
LXXVII

Llegar a una ciudad de provincias y encontrarse con al iglesia cerrada. Fiestas regionales. Tras algunas preguntas, entender que nadie sabe cuándo la abrirán. Dar unas vueltas. El cansancio aprieta. Meterse en un café. Ante la recurrente pregunta sobre los horarios de visita de la iglesia, la sorpresa: El hombre que se encuentra sentado en la próxima mesa, matando el tiempo con cuatro amigos jugando a las barajas, es el responsable de las llaves del templo. Y así, una vez más, termino tranquilamente mi café, mientras ojeo el Heraldo, en busca de los guiños de Juan D. Se convierte así en un casual juego, ejercicio singular que me hace sentir extrañamente en casa. Minutos después, me encuentro disfrutando, frente a frente, con las pechinas de Goya.
[Salí esta mañana de Fuendetodos. Carreteando lentamente, por caminos secundarios. Me pregunto que será de esos pequeños pueblos de Aragón cuándo la gente mayor desaparezca].
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