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K. es un joven emprendedor. Trabajador, buen padre de familia. Esforzándose mucho, comprando allí, vendiendo aquí, ha logrado hacerse de un buen colchón económico. Con el dinero ahorrado y una declaración de renta más que dudosa, va comprando pequeños pisitos que pone a punto con reformas rápidas y económicas, y así alquilarlos buscando su máxima rentabilidad.  
Barcelona es para él y los suyos un escenario donde expandir sus reales: una tienda donde todo se compra, todo se alquila.  
Él se ríe de mi apego por el centro de la ciudad. Para él, aquí viven inmigrantes hacinados en habitaciones compartidas o guiris desahogados que van de progres. «La gente como nosotros vive fuera», asevera K. Nunca le pregunté a qué se refiere con ese «nosotros». El «nosotros» me descoloca, pero como me hace ilusión sentirme incluido en su círculo de emprendedores, no lo cuestiono. «Tu batalla está perdida», insiste didácticamente intentando hacerme entrar en razón, como quien ofrece al enemigo una rendición honrosa. «Todos hacen lo mismo, ¿por qué no habría de hacerlo yo?», se justifica.  
K. es un joven emprendedor. Y decenas de K. van destruyendo nuestra ciudad…   

(octubre 2016) 

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En la silla, una mujer. Frente a ella, el juez. Detrás, un enjambre de periodistas ávidos de frutos amargos que sirvan de desayuno a sus lectores. 

El caso tiene interés: una señora respetable, pasados los sesenta, recibe la comitiva a tiros. Parapetada tras una mesa, sillas y un sofá a modo de trinchera, grita que «no se dejará expulsar de su casa “por las buenas”». Resultado: un policía herido de bala, un agente judicial magullado, el representante de los ‘buitres’ (piel gris, gafas, portapapeles de piel en una mano), indemne. Los periodistas se relamen en los detalles, los exprimen hasta dejarlos secos, como cáscara vacía, despojo sin sentido. Entrevistan a los vecinos, a las amigas, a los feligreses de la iglesia… 

«Silencio en la sala», ordena el magistrado. 

Su mirada severa, la mano lista para sentenciar, un movimiento y el rumbo de una vida se tuerce (¿le quitará el sueño, acaso?). 

Su voz interrogante, trona: «Señora, ¿por qué lo hizo?». 

La sala expectante. 

La acusada (menuda, insignificante en su disimulo de `mujer bien’) contesta monocorde: «No tenía dónde ir». 

El público se remueve. 

La mujer agrega con naturalidad: «En prisión, sé que al menos tendré un techo y comida». 

(noviembre 2018)

Crisis

«Había tanta pasta que si eras de los que estaban en el ajo obtenías grandes dividendos y no tenías otra cosa que hacer que pasarte el día inventando nuevas maneras de gastártelo. Las mesas de los potentados crujían con el peso de los banquetes. Sus admiradores se apiñaban para apostar al juego de la propiedad inmobiliaria, y a los que apenas cobraban el salario mínimo les caían las suficientes migajas para mantenerlos contentos. Todo el mundo sabía que el tiovivo del dinero seguiría girando siempre y cuando no ocurrieran dos o tres cosas malas al mismo tiempo… hasta que de repente ocurrieron cuatro o cinco a la vez.»  


La furia, Gene Kerrigan.

Demasiado obvio…

 

El problema de la vivienda. Se habla mucho de esto últimamente. Cortinas de humo para tenernos cogidos por dónde haga falta. Es una necesidad básica, y nadie puede renunciar a ella. La gente se endeuda, para tener un techo.
Hace unos días bajaba del metro en Parallel. Línea lila. Cogí una libreta y me dispuse a tomar nota de todos aquellos nuevos establecimientos que han surgido en Nou de la Rambla. Sin ser éste un estudio riguroso, y sin siquiera pretender convertirlo en un estado de la cuestión general, podría darnos algunas pistas de lo que sucede…
De mayor a menor la lista quedaría así: 10 negocios de comida rápida oriental (falafel, etc.); 8 colmados (estos tipo «domingo y fiestas abierto»); 4 fincas enteras reconvertidas en «flat per day» (60 pisos menos en el parque de alquiler); 3 «call centers»; 3 negocios de souvenirs (todos con la misma mercancía), 1 hotel nuevo de cuatro estrellas (20 pisos menos en el parque de alquiler)…
Ciñéndonos sólo a lo que esta sucediendo en esta calle vemos que el tan mentado problema en realidad no existe, sino que se trataría de una pésima gestión, que postula el turismo por encima del ciudadano. Tras diez años en este mismo barrio, ya no reconozco mi calle. Los negocios se cierran y en su lugar, como si de hongos después de la lluvia se tratase, los escaparates se llenan de camisetas del Barça y horrendas luces de neón blanca que enceguecen al paseante. Se hecha gente de sus pisos, se rehabilitan y se abren hoteles… y todo gira como una noria aburrida alrededor del mismo motivo. Ayer mismo, note que habían abierto dos negocios de souvenirs nuevos y un colmado bajo las mismas narices del Ayuntamiento, a cinco metros de la Plaça St. Jaume. Dónde antes había un bonito café de esquina, ahora veo camisetas deportivas y enfrente, un nuevo colmado con una horrible luminosidad.
La ciudad, poco a poco, irá perdiendo su autenticidad, los residentes de siempre se irán, y vendrán turistas, muchos turistas, y se necesitarán más colmados, y más call centers, y menos hospitales, menos pensiones, menos gasto en educación, poca cultura… y lo que era el mejor reclamo de esta ciudad, se irá perdiendo. Y al final, quedarán solo el alcalde y sus nuevos negocitos… y el turismo, será, cada vez más eso: masas informes de personas que enriquecen a unos pocos sobre el esfuerzo de otros muchos.
Nos queda una esperanza, tal como dice D., el cartero, recordarles a los de St. Jaume que los turistas no votan, pero nosotros sí.

Inflación

El periódico de hoy nos informa de una noticia que ya esta en boca de todos desde hace años… «que el salario medio real de los españoles ha perdido poder adquisitivo». Estamos en la civilización de las vacas locas. Tautología, auto-referencialidad… Los políticos y la prensa llevan años encamados, y no hablan de lo que realmente afecta a la gente. Ahora nos vienen a contar como novedad, lo que cualquier ciudadano siente en su bolsillo desde hace años.
Pero siguen mintiendo.
Sitúan la pérdida en torno al cuatro por ciento.
Cuándo en realidad, estamos ante una inflación «no declarada oficialmente» en torno al 30% y el 50%.
Algunos números:
Un café paso de 90 pesetas a 1 euro, el alquiler de muchos de 56,000 pesetas a 800 euros, una caña de 200 pesetas a 2,5 euros… etcétera, etcétera.
Un camarero en un bar de copas ganaba 1000 pesetas y ahora gana 6 euros.
Un cámara de video, una media de 45,000 pesetas y ahora 250 euros.
Los sueldos siguen siendo lo mismo… se equipararon al milímetro.
Los pisos han aumentado (¿a santo de qué? Si se pagan los mismos sueldos a los trabajadores… ¿qué es lo que ha aumentado ya no sea la especulación? Daré un ejemplo del mundo audiovisual: hay unos señores en Barcelona que producen mucho. Tengo un amigo que trabajo con ellos. Digamos que el sueldo medio de mercado, por su trabajo, es 150 euros por jornada. A él le pagan 50 euros. Pero a la televisión para quién producen informan un presupuesto en torno a los 200 por jornada. La diferencia, se la guardan…).
Y así están las cosas…
¿Solución?
Menos préstamos y más grito. Falta un verdadero movimiento social que se ocupe de lo importante. Hay demasiados esfuerzos desperdigados que, a golpe de postmodernismo, disgregan la energía en luchas tan puntuales como innecesarias.
Si hay una lucha importante hoy día, es esta.

El despropósito mediático [II]

Hace un par de años, un importante periódico local se lanzaba en un furibunda tematización sobre los «maleantes incívicos» que azotaban la tranquila y siempre pacífica multiculti Barcelona. Era verano, agosto. Lo recuerdo. Recuerdo la sorpresa de encontrarme, sin ton ni son, con primeras planas alarmistas que parecían ser el retrato de un irreconocible suburbio tercer mundista -vivo en pleno centro de la ciudad, escenarios de las aquellas supuestas descripciones-.
Problemas habían, los ví desarrollarse, crecer… ¿pero por qué justo en ese agosto? ¿por qué en ese momento?
Más tarde me quedo claro. El alcalde de aquella época (el administrador Clos) llama a una reunión urgente del consistorio: se toman las primeras medidas, se llega a redactar -y a aprobar- una nueva ley de «vagos y maleantes». Con la nueva doctrina en la mano, el ajuntament se lanza a la limpieza de «putas», «drogadictos», «lateros», «estatuas humanas», etc… Las calles quedan limpias para exponer el fulgor de una ciudad segura entregada a la orgía consumista del turismo. Lo que parecía en un principio un ataque al gobierno de la ciudad, no era más que un autogolpe.
Dos años después, con aquel alcalde haciendo vaya a saberse qué en Madrid, y con su gris y fofo sucesor a la cabeza, volvemos a lo mismo. Tras los meses de alarmismo sobre la seguridad en los chalets y los ataques a joyeros, ahora tenemos una novedad: que cuándo se alquila un piso el pobre propietarios queda desvalido a merced de los «malos» y víctima de la pasividad de la justicia y de las fuerzas de seguridad. En todas estas noticias, los okupas son «extranjeros». Es decir, gente que se mete en nuestras casas y nos dejan sin vivienda, nos echan a la calle, se comen nuestra comida, se fornican a nuestras mujeres y no nos dejan vivir en nuestra propia ciudad (enésima adaptación del argumento arcaico y mitológico… tan eficaz a los tiempos que corren).
La narrativa es la misma que en el primer caso: se necesita mano dura, una justicia más rápida, una policía eficaz. Recordemos, estamos a pocos meses de las elecciones.
Si bien, y ya sea solo por cuestiones estadísticas, damos por sentada la existencia de aprovechadores que se hacen fuertes en pisos alquilados, ésta no es la norma.
Servidor y todos sus conocidos viven de alquiler, pagan puntualmente, se llevan bien con los dueños de su hogar. En ningún periódico se escribe sobre otra realidad, mucho más grave, y vaya lo que sigue tan solo como ejemplo:

R. es mujer. Vive en un piso alquilado hace cinco años. Se vence el contrato. Mientras tanto ella ha tenido una niña. Trabaja de camarera. Su sueldo llega apenas a los 800 euros, con suerte. El dueño del piso, al renovar el contrato, quiere doblar el alquiler. Es imposible. R. no sabe dónde vivirá desde marzo. Sin embargo ella no se hace fuerte, no se queda y deja de pagar… ¿no debería hacerlo? ¿no debería haber alguna ley que prohiba pasar de cobrar 450€ a 900€ por el mismo servicio, de un mes a otro?
(puntualicemos por si alguién se despista: el alquiler original ya sufría el aumento anual correspondiente al IPC… cuatro por cien multiplicado por cinco… el precio original ya se ha “reajustado” en un veinte por cien)
¿Qué justifica entonces semejante subida? ¿quién la defiende a ella?
¿Esa prensa local, matrona alarmista, representante de los poderosos…?
Resumiendo, hay que limpiar las calles de extranjeros, dejarlas brillantes para seguir captando capital fácil, y rápido. Que los pisos se conviertan en hoteles, que las tiendas en «souvenirs», que los espacios públicos en forums… y si esto no es suficiente, se necesita mano dura con todos. Que aquí, el que no corre vuela…
(no deja de extañar esta «nueva/vieja» tematización justo en momentos pre electorales y cuando el gobierno autonómico intenta sacar una ley punitoria a los pisos vacíos…)

Zona Euro I

Salgo a la calle y me embarga una sospecha… una certidumbre, diría: de ser un figurante en una película cuyo guión exacto no sólo desconozco, sino que en lugar de recibir un salario tengo que pagar.
No se necesita de extrema sensibilidad para adivinar el argumento: una ciudad entregada a una orgía de revalorizaciones urbanísticas, fachada ‘multi culti’ y ‘progre’ para atracción de turistas y nuevos incautos.
Mientras tanto, pasa lo que dice M.: seguimos cobrando en pesetas y pagamos en marcos alemanes. La inflación se dispara, pero se oculta. Nuestro poder adquisitivo se ha desvalorizado de tal manera que de no ser por el «pan y circo» que nos bombardea constantemente ya hubiera estallado el tumulto…
Pero es que aquí somos abiertos, tolerantes, cosmopolitas y pacíficos, y ante todo, cumplimos estrictamente nuestro papel, para honor y riqueza de los productores de este bodrio con final anunciado.