Hace unos días la prensa se hacía eco del trabajo de un joven artista israelí que, a manera de instalación web, mostraba su indignación sobre lo que sucedía en Berlín, en el Monumento a los judíos de Europa asesinados.
El joven artista, Shahak Shapira, echa mano de selfies tomados por visitantes –en actitudes poco solemnes– y las superpone con fotografías documentales del exterminio.
Es fácil tocar las teclas necesarias para generar el escándalo, la emoción. Eso no exige más qué un ligero conocimiento de los medios. De la dinámica que los caracteriza. Hoy en día, diríamos, de su viralidad.
El nazismo –y todos sus parientes totalitarios cercanos–, son el resultado de la pulsación de teclas claves, manipulación emocional, movilización de los sentimientos primarios de las masas.
Es por eso que el tema que nos ocupa nos reclama ser asumido con humanidad, empatía, calidez, inteligencia. Sin titulares. Sin manipulaciones. Evocar, más que provocar.
No hay dudas sobre las tensiones existentes entre el emplazamiento del monumento y la manera en que los visitantes lo experimentan. Pero el énfasis no debería hacerse sobre unos adolescentes que juegan sacándose estúpidos selfies. Ha de centrarse en el sentido mismo de la obra, del monumento, de su lugar físico, de su construcción.
Mucho se ha escrito sobre el tema, y el mismo concurso para la realización del Denkmal dio lugar a un debate interesante sobre cuestiones de memoria y su representación.
Entre los concursantes, quisiera destacar una propuesta de Horst Hoheisel, con quién tuve la suerte y el placer de coincidir en Portbou, hace unos años, en el marco de unas jornadas sobre el legado de Walter Benjamin. Su propuesta consistía en lo que se dio en denominar el anti-monumento. Él proponía que si realmente se quería rendir homenaje y mostrar arrepentimiento, habría que dinamitar la colosal Puerta de Branderburgo, convertir sus piedras en polvo, y esparcirlos en la zona. ¿Qué mejor manera de honrar la memoria de los asesinados que por medio de la destrucción de este monumento, símbolo del imperio prusiano? En lugar de conmemorar la destrucción con otra construcción, el artista proponía conmemorar la destrucción con la destrucción, dejando allí un vacío perenne, en constante recuerdo de aquello que fue aniquilado.
Como era de esperar, la propuesta nunca fue aceptada. Y lo que tenemos ahora es ese extraño laberinto en el corazón de Berlín, a los pies de las embajadas aliadas occidentales y a unos metros de la Brandenburger Tor.
Los monumentos y memoriales son más un relato contemporáneo que del pasado. Y su emplazamiento y la experiencia del visitante tiene mucho más que ver con nuestro tiempo que con el de las víctimas. Dudo mucho que los púberes que corretean jugando al escondite entre los bloques de cemento piensen realmente que estén haciéndolo entre las tumbas. El problema está, si acaso, en la cultura del selfie, y en la misma propuesta –y tradición– conmemorativa.
Debe estar conectado para enviar un comentario.