La enfermera les dijo: «váyanse, las madres nunca mueren al lado de sus hijos». Se fueron. Pasaron quince minutos, y ella falleció.
(noviembre 2015)
La enfermera les dijo: «váyanse, las madres nunca mueren al lado de sus hijos». Se fueron. Pasaron quince minutos, y ella falleció.
(noviembre 2015)
La escena del peluquero. La mano que tiembla. El corte en la oreja. La tristeza del niño que percibe que algo grave ha sucedido. Algo relacionado a la capacidad de ese hombre que le ha venido cortando el pelo desde siempre y que, aún siendo tan niño, sabe que nunca más será…
Al otro día de llegar a Barcelona, voy al banco a abrir una cuenta. Mientras esperaba mi turno, veo sobre un asiento una bolsa abandonada. Nerviosismo. El amigo que me acompaña, comprendiendo el origen de mi inquietud, me toca con su codo, y con la indulgencia propia del autóctono al recién llegado, dice: “tranquilo David, bienvenido a Europa, esto no es Israel, es solo un bolso olvidado, nada más”. Esto sucedía hace poco menos de veinte años…
Unas noches atrás, soñaba con el Daesh. Estaba en algún lugar de Europa. Era de noche. Se oían tiros. En el sueño, me incorporaba sobresaltado. Un amigo israelí irrumpía en la habitación, y me decía: “silencio, no nos movamos”.
Poco después, enlazado con lo anterior, en una especie de duermevela, pensaba en los Yazidíes. Una frase se abre paso como un cuchillo: “nadie moverá un dedo para ayudarnos”.
Me despierto finalmente, pero sin alivio, con el ruido de los pasos de mi hijo en la madrugada…
El ser humano, si no ha atrofiado esa sensibilidad, tiende a la trascendencia. La trascendencia, más que con la búsqueda del sentido, diría provisionalmente, tiene relación con ese instante en que entroncamos con la eternidad: el rezo en la religión, la meditación en el yoga, el arte en la creación, el sexo en el amor. Momentos en los cuales podemos acceder a la inmortalidad, aunque solo sea por un instante fugaz, como una ráfaga, como anticipo de su posibilidad. Si alguna vez tuvimos la suerte –y el placer– de sentir aquello, será luego una búsqueda constante por repetir la experiencia.
En el bus, finalizando el día. Rostros de esclavos: cansados, enchufados a sus móviles. No miran, no observan. Autómatas deslizando sus dedos sobre un insignificante tablero.
Llenarse los ojos de luz, llenarse los ojos de color… luego, la oscuridad. Nada más.
El tiempo vuela. No es un decir. Es así. Mi sobrino está por cumplir dieciocho años y quiere volar. Volar lejos. Su madre preocupada, me pide hablar con él. Te oirá, me dice esperanzada, dile que es muy chico para irse: ¿por qué no lo convences de esperar unos años más, estudiar, y luego ya decidirá lo qué hacer? A ti te escuchará, yo, que soy la madre, ya sabes como es…
Vale, contesto, pásamelo.
Mi sobrino sabe de qué va la cosa. Se pone al teléfono con desgana. No me lo hace fácil.
Esgrimo argumentos sin convencimiento sobre las bondades de permanecer en el hogar familiar. Camuflo mi falta de certidumbre tras la impostura de una voz de hombre experimentado, de quién ha visto mucho mundo.
Al otro lado de la línea, océano de por medio, adivino pura condescendencia risueña.
De repente, silencio.
Pasan unos segundos que se hacen eternos, suficientes para entender que el gol en puerta propia es imparable, inevitable…
Mi joven interlocutor arremete sin piedad.
No seas chanta tío, ¿no te da vergüenza? ¿Vos me decís esto? ¿Acaso no te fuiste vos también con dieciocho años?
[ Barcelona, abril de 2014 ]
Tenía siete, tal vez ocho años. No lo recuerdo exactamente. Lo que sí recuerdo era un pensamiento recurrente: quería tener unas antenitas en mis cejas que me permitiesen grabar todo lo que ocurría a mi alrededor. También recuerdo que por la noches me sobrevenía la angustia, me acuciaba un problema que, para mi mente infantil, se me aparecía irresoluble. Una paradoja: de tener la posibilidad de filmar todo lo que me acontecía, constantemente, todo el tiempo, sin interrupción, necesitaría vivir el doble de tiempo, tener dos vidas. Una para la filmada y la otra para el visionado. En esa época, claro está, no existían todavía ni cámaras de video, ni los montajes digitales, ni las gafas google, ni las cámaras de vigilancia, y menos la posibilidad de acceder al fast-forward… creo que fue el momento que comencé a escribir mis diarios de infancia…
[ Barcelona, julio de 2013 ]
Un par de meses atrás, me acordaba de Herz Frank. Cosa extraña, ya que no venía a mi memoria desde hacía mucho tiempo. Años, tal vez. La última vez que lo encontré, fue Tel Aviv, en el marco de un festival de cine documental que yo visitaba aprovechando unos días de viaje en la ciudad. Recuerdo que él formaba parte del jurado. Nos saludamos afectuosamente. Se encontraba seguramente feliz, contento, satisfecho. Posiblemente comenzaba a sentirse reconocido. Herz Frank llegó a Israel de la antigua Unión Soviética en el año 1993. Un cineasta con una gran carrera detrás, que pocos o nadie, conocía en su nueva tierra. La primera vez que nos vimos fue en la Filmoteca de Jerusalén, dónde yo trabajaba. No recuerdo el motivo, pero vino a mi despacho. Enseguida me sentí atraído por sus maneras. Hablamos mucho. Nos volveríamos a ver varias veces. En una de ellas, recuerdo, me trajo una cinta VHS, de esas de 180 minutos, grabadas en LP, con muchos de sus films. Uno de ellos, mostraba el nacimiento de un bebé. Los gestos de la madre, el dolor, la pasión, la pareja a su lado. La cabeza del niño que comienza a salir. Es esta imagen la que vino a mi memoria, un domingo de hace un par de meses, a comienzos de marzo, mientras visitaba en el hospital a unos amigos que acababan de ser padres, mientras ella me relataba los pormenores del parto, y él cambiaba diligentemente a su flamante hijo.
Otro de los films que contenía esa cinta, se titulaba “Ten Minutes Older”, que con el tiempo se haría famoso, justamente por un remake dirigido por varios directores de renombre. “Ten minutes older” es un plano secuencia de un grupo de chicos asistiendo a un espectáculo. Lo recordaría muchas veces, cuándo, aprovechando mi trabajo como tour manager de una gira europea de circo durante el año 2001, fotografiaba a los niños-espectadores pendientes del riesgo de los equilibristas.
Recuerdo también la profunda impresión que me dejaría su largometraje documental “There Were Seven Simeons”, que trataba de una familia compuesta por varios hermanos, todos músicos, sobre quiénes él ya había hecho un film anteriormente, y más tarde, ya mayores, habrían estado involucrados en el secuestro de una avión para escapar de la Unión Soviética. Recuerdo las entrevistas, el juicio, el sueño por un futuro mejor…
En la mismo época en que yo me organizaba para partir de Jerusalén rumbo a Barcelona, allí por el año 1997, Herz Frank estaba trabajando en un nuevo documental que rodaría en las proximidades del Muro de los Lamentos.
Recuerdo como en uno de esos últimos encuentros antes de partir, me regaló una foto tomada para la investigación de su film. De un lado, a pié de foto, firmada con letras latinas; al reverso, con el orgullo de la adquisición de la nueva lengua, la dedicatoria en hebreo.
Voy en busca de este bonito regalo de despedida. La encuentro, sonriente, entre las hojas de una libreta de apuntes de esos años…
Me gusta pensar que al palparla, rememoro el momento, dando vida, aunque sea un instante, a ese hombre, a ese cineasta que, por esos azares de Internet, me habría de enterar que fallecería, a la edad de 87 años, hace casi dos meses atrás… apenas un par de días después de recordarlo tan vivamente ese domingo, visitando a mis amigos.
Muere Raúl Alfonsín. Hablar de él es como hablar de adolescencia. Mi adolescencia. De juventud, de una época en que la política se vislumbraba, con la inocencia de la edad, como una alternativa posible, el poder de la palabra para convencer, guiar, dar un sentido, restablecer el sentido, re-establecer de sentido, a cada uno de los vocablos que, erosionados, ya carecían de luz propia. La emoción del descubrimiento de la democracia. Aquella mágica palabra, artilugio sin igual, que solucionaría todos nuestros problemas, que abriría las puertas del deseo. Nunca más, un acto popular y político, volvería a emocionarme como aquello, significando una revolución en mi vida.
Colgar el uniforme, dejarse el pelo largo. Las primeras asambleas de estudiantes.
Cuándo Alfonsín es investido presidente, el diez de diciembre de mil novecientos ochenta y tres, la calle era, literalmente, una fiesta. Una grande y ancha avenida -Cabildo y Juramento- sin coches. Esa misma noche, recuerdo, había participado en lo que fue mi primera y última obra de teatro. «¿Quién, yo?» de Dalmiro Saenz. No recuerdo si hacía el role del fiscal o del abogado defensor. Recuerdo eso sí, que era una obra con moralina. Un tanto decadente, de esas que suelen excitar las mentes de púberes adolescentes que creen hablar con palabras de sedición, pero veladas.
No suelo hacer semblanzas de políticos, es verdad, pero permítaseme recordar a Alfonsín como si de un héroe de adolescente se tratase, un héroe de tebeo, un personaje mítico pero no menos real, siquiera, por todos estos recuerdos que me vienen de repente…