#115

La enfermera les dijo: «váyanse, las madres nunca mueren al lado de sus hijos». Se fueron. Pasaron quince minutos, y ella falleció. 

(noviembre 2015)

#100

La escena del peluquero. La mano que tiembla. El corte en la oreja. La tristeza del niño que percibe que algo grave ha sucedido. Algo relacionado a la capacidad de ese hombre que le ha venido cortando el pelo desde siempre y que, aún siendo tan niño, sabe que nunca más será…

#88

Acabo de terminar de leer, una vez más, El extranjero de Albert Camus. La primera vez que lo leí, veinte años atrás, me vino a la memoria el mismo recuerdo (ahora podría decir ‘el recuerdo del recuerdo’): estaba en Tel Aviv, acababa de llegar, era el mes de agosto del año 89, un tórrido verano, unos días antes de que cayera el muro de Berlín. Recuerdo que el primer carrete que fotografié –blanco y negro, cuatrocientas asas– se me saturó a consecuencia del contraste. Recuerdo el calor, el sol implacable, la sensación de caminar sobre un asfalto que no olvidaba el desierto. Las suelas de mis zapatillas se pegaban al pavimento. Sentía ese pequeño y casi imperceptible esfuerzo por despegarlas a cada paso. Recuerdo la impresión que me causó el momento del encandilamiento y,  años después, al encontrarme por primera vez con el texto de Camus, la violencia inmediata descrita en su novela: «mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol».
Vuelvo a leer la misma frase veinte años después, y nuevamente me produce el mismo efecto. Pensé: el Oriente Medio y el sol, tal vez sería el principio de una explicación…
(agosto 2015)

#67

Al otro día de llegar a Barcelona, voy al banco a abrir una cuenta. Mientras esperaba mi turno, veo sobre un asiento una bolsa abandonada. Nerviosismo. El amigo que me acompaña, comprendiendo el origen de mi inquietud, me toca con su codo, y con la indulgencia propia del autóctono al recién llegado, dice: “tranquilo David, bienvenido a Europa, esto no es Israel, es solo un bolso olvidado, nada más”. Esto sucedía hace poco menos de veinte años…

Unas noches atrás, soñaba con el Daesh. Estaba en algún lugar de Europa. Era de noche. Se oían tiros. En el sueño, me incorporaba sobresaltado. Un amigo israelí irrumpía en la habitación, y me decía: “silencio, no nos movamos”.

Poco después, enlazado con lo anterior, en una especie de duermevela, pensaba en los Yazidíes. Una frase se abre paso como un cuchillo: “nadie moverá un dedo para ayudarnos”.

Me despierto finalmente, pero sin alivio, con el ruido de los pasos de mi hijo en la madrugada…

 

#64

 
Todo lo que huele a burocracia me pone enfermo… nunca logro marcar la casilla correcta. No es distinto a los que me pasa con los manuales de usuario de los electrodomésticos. Siempre que me enfrento a ellos, como a un formulario de declaración cualquiera, me digo: «esto está hecho para que lo entienda cualquier hijo de vecino, vamos David, tu puedes, ánimo». Y nada. Lo que se dice nada. Tengo que llamar a alguien para que me ayude. Recuerdo cuándo de niño nunca lograba mantenerme en la fila como dios manda. Siempre dando la nota. La maestra me reñía. «No lo hago adrede, maestra, le prometo que no». Es que… esto de estar en fila no es lo mío, pensaba ya a edad tan temprana.
¿Se nace así? ¿Se hace uno así? ¿Tan difícil tiene que ser marcar con una cruz un rectángulo o poner el tornillo en el lugar que te indica el dibujito del manual?
El otro día compramos un ventilador. ¿Cuántas piezas puede tener un aparato tan sencillo? Me llevo un montón de tiempo ensamblarlo. Y al final, hasta me sobraron tornillos. ¡Qué arte! 
Los formularios, como los manuales de usuario, se presentan ante mi como un misterio al que me es imposible acceder. 
[ julio 2014 ]

#62

El ser humano, si no ha atrofiado esa sensibilidad, tiende a la trascendencia. La trascendencia, más que con la búsqueda del sentido, diría provisionalmente, tiene relación con ese instante en que entroncamos con la eternidad: el rezo en la religión, la meditación en el yoga, el arte en la creación, el sexo en el amor. Momentos en los cuales podemos acceder a la inmortalidad, aunque solo sea por un instante fugaz, como una ráfaga, como anticipo de su posibilidad. Si alguna vez tuvimos la suerte –y el placer– de sentir aquello, será luego una búsqueda constante por repetir la experiencia.

#60

En el bus, finalizando el día. Rostros de esclavos: cansados, enchufados a sus móviles. No miran, no observan. Autómatas deslizando sus dedos sobre un insignificante tablero.

Lugares

Hay lugares que de tanto contarse a ellos mismos lo especiales que son terminan por creérselo. Seguramente en un principio era así… enclaves entre dos aguas, lugar de encuentro, mestizaje, búsqueda… con el tiempo, reconocidos como tales, comienzan a explotar su talento… pasado un tiempo, se convierten en sombra de lo que fueron. Viven en función de sus glorias del pasado. Uno se adentra en sus pasillos sin vida buscando el perfume de lo que fue. Pero allí no hay nada. Dejó de existir en un momento sin que nadie se percatase. Si acaso, se fugó a dónde todavía no lo hayan descubierto, como copia más genuina, nueva, necesaria. Mientras que sobre los suelos de lo antiguo, el turista juguetón, cree sentirse dentro de una historia de hadas, cuándo en realidad, no está más que en un escenario dónde el alma ya hace años ha expirado. Es un muerto, un cuerpo conectado a mecanismos externos que nos hacen creer que todavía vive.
[ Barcelona, agosto de 2014 ]

Mi sobrino

El tiempo vuela. No es un decir. Es así. Mi sobrino está por cumplir dieciocho años y quiere volar. Volar lejos. Su madre preocupada, me pide hablar con él. Te oirá, me dice esperanzada, dile que es muy chico para irse: ¿por qué no lo convences de esperar unos años más, estudiar, y luego ya decidirá lo qué hacer? A ti te escuchará, yo, que soy la madre, ya sabes como es
Vale, contesto, pásamelo.
Mi sobrino sabe de qué va la cosa. Se pone al teléfono con desgana. No me lo hace fácil.
Esgrimo argumentos sin convencimiento sobre las bondades de permanecer en el hogar familiar. Camuflo mi falta de certidumbre tras la impostura de una voz de hombre experimentado, de quién ha visto mucho mundo.
Al otro lado de la línea, océano de por medio, adivino pura condescendencia risueña.
De repente, silencio.
Pasan unos segundos que se hacen eternos, suficientes para entender que el gol en puerta propia es imparable, inevitable…
Mi joven interlocutor arremete sin piedad.
No seas chanta tío, ¿no te da vergüenza? ¿Vos me decís esto? ¿Acaso no te fuiste vos también con dieciocho años?

[ Barcelona, abril de 2014 ]

La paradoja

Tenía siete, tal vez ocho años. No lo recuerdo exactamente. Lo que sí recuerdo era un pensamiento recurrente: quería tener unas antenitas en mis cejas que me permitiesen grabar todo lo que ocurría a mi alrededor. También recuerdo que por la noches me sobrevenía la angustia, me acuciaba un problema que, para mi mente infantil, se me aparecía irresoluble. Una paradoja: de tener la posibilidad de filmar todo lo que me acontecía, constantemente, todo el tiempo, sin interrupción, necesitaría vivir el doble de tiempo, tener dos vidas. Una para la filmada y la otra para el visionado. En esa época, claro está, no existían todavía ni cámaras de video, ni los montajes digitales, ni las gafas google, ni las cámaras de vigilancia, y menos la posibilidad de acceder al fast-forward… creo que fue el momento que comencé a escribir mis diarios de infancia…

[ Barcelona, julio de 2013 ]

Herz Frank

Un par de meses atrás, me acordaba de Herz Frank. Cosa extraña, ya que no venía a mi memoria desde hacía mucho tiempo. Años, tal vez. La última vez que lo encontré, fue Tel Aviv, en el marco de un festival de cine documental que yo visitaba aprovechando unos días de viaje en la ciudad. Recuerdo que él formaba parte del jurado. Nos saludamos afectuosamente. Se encontraba seguramente feliz, contento, satisfecho. Posiblemente comenzaba a sentirse reconocido. Herz Frank llegó a Israel de la antigua Unión Soviética en el año 1993. Un cineasta con una gran carrera detrás, que pocos o nadie, conocía en su nueva tierra. La primera vez que nos vimos fue en la Filmoteca de Jerusalén, dónde yo trabajaba. No recuerdo el motivo, pero vino a mi despacho. Enseguida me sentí atraído por sus maneras. Hablamos mucho. Nos volveríamos a ver varias veces. En una de ellas, recuerdo, me trajo una cinta VHS, de esas de 180 minutos, grabadas en LP, con muchos de sus films. Uno de ellos, mostraba el nacimiento de un bebé. Los gestos de la madre, el dolor, la pasión, la pareja a su lado. La cabeza del niño que comienza a salir. Es esta imagen la que vino a mi memoria, un domingo de hace un par de meses, a comienzos de marzo, mientras visitaba en el hospital a unos amigos que acababan de ser padres, mientras ella me relataba los pormenores del parto, y él cambiaba diligentemente a su flamante hijo.

Otro de los films que contenía esa cinta, se titulaba “Ten Minutes Older”, que con el tiempo se haría famoso, justamente por un remake dirigido por varios directores de renombre. “Ten minutes older” es un plano secuencia de un grupo de chicos asistiendo a un espectáculo. Lo recordaría muchas veces, cuándo, aprovechando mi trabajo como tour manager de una gira europea de circo durante el año 2001, fotografiaba a los niños-espectadores pendientes del riesgo de los equilibristas.

Recuerdo también la profunda impresión que me dejaría su largometraje documental “There Were Seven Simeons”, que trataba de una familia compuesta por varios hermanos, todos músicos, sobre quiénes él ya había hecho un film anteriormente, y más tarde, ya mayores, habrían estado involucrados en el secuestro de una avión para escapar de la Unión Soviética. Recuerdo las entrevistas, el juicio, el sueño por un futuro mejor…

En la mismo época en que yo me organizaba para partir de Jerusalén rumbo a Barcelona, allí por el año 1997, Herz Frank estaba trabajando en un nuevo documental que rodaría en las proximidades del Muro de los Lamentos.

Recuerdo como en uno de esos últimos encuentros antes de partir, me regaló una foto tomada para la investigación de su film. De un lado, a pié de foto, firmada con letras latinas; al reverso, con el orgullo de la adquisición de la nueva lengua, la dedicatoria en hebreo.

Voy en busca de este bonito regalo de despedida. La encuentro, sonriente, entre las hojas de una libreta de apuntes de esos años…

Me gusta pensar que al palparla, rememoro el momento, dando vida, aunque sea un instante, a ese hombre, a ese cineasta que, por esos azares de Internet, me habría de enterar que fallecería, a la edad de 87 años, hace casi dos meses atrás…  apenas un par de días después de recordarlo tan vivamente ese domingo, visitando a mis amigos.

La última foto

Llueve. Mediodía de primavera en Buenos Aires. El coche que nos conduce al aeropuerto comienza un lento movimiento. Alzo la cámara. Disparo.
Nunca hubiera pensado, en ese preciso instante, que esta sería la última foto que tomaría de mi madre.
Apenas visible, refugiada de la lluvia en el marco de la puerta, observa nuestra partida, diciéndonos adiós.
Borrosa, como si la cámara ya supiese la desgracia que se avecina…
Tardo tanto en revelar los negativos, que sólo hace unos días he recibido estos.
Y allí la veo, allí la encuentro, allí la descubro, cuidando de nuestra partida, alzando la mano, enviando un último y eterno beso.
Si supiera lo duro, lo triste, lo espantoso, lo doloroso, que es saber que no habrán más fotografías…
El silencio. El terrible y absoluto silencio…
Y una última foto, borrosa, insinuando la muerte.
A Sara Goldberg, mi madre
ZAL

Recuerdos de adolescencia

Muere Raúl Alfonsín. Hablar de él es como hablar de adolescencia. Mi adolescencia. De juventud, de una época en que la política se vislumbraba, con la inocencia de la edad, como una alternativa posible, el poder de la palabra para convencer, guiar, dar un sentido, restablecer el sentido, re-establecer de sentido, a cada uno de los vocablos que, erosionados, ya carecían de luz propia. La emoción del descubrimiento de la democracia. Aquella mágica palabra, artilugio sin igual, que solucionaría todos nuestros problemas, que abriría las puertas del deseo. Nunca más, un acto popular y político, volvería a emocionarme como aquello, significando una revolución en mi vida.
Colgar el uniforme, dejarse el pelo largo. Las primeras asambleas de estudiantes.
Cuándo Alfonsín es investido presidente, el diez de diciembre de mil novecientos ochenta y tres, la calle era, literalmente, una fiesta. Una grande y ancha avenida -Cabildo y Juramento- sin coches. Esa misma noche, recuerdo, había participado en lo que fue mi primera y última obra de teatro. «¿Quién, yo?» de Dalmiro Saenz. No recuerdo si hacía el role del fiscal o del abogado defensor. Recuerdo eso sí, que era una obra con moralina. Un tanto decadente, de esas que suelen excitar las mentes de púberes adolescentes que creen hablar con palabras de sedición, pero veladas.
No suelo hacer semblanzas de políticos, es verdad, pero permítaseme recordar a Alfonsín como si de un héroe de adolescente se tratase, un héroe de tebeo, un personaje mítico pero no menos real, siquiera, por todos estos recuerdos que me vienen de repente…