Una y otra vez constato, con estupor, el fenómeno: el espacio público se convierte en un lugar peligroso, se instala el miedo, la desconfianza. Las personas, encerradas en sus pantallitas y sus auriculares, temen. El «otro» es un depredador potencial (terrorista, carterista, violador, portador de un virus, captador). Pedir fuego, preguntar la hora, saber cómo llegar a algún lugar… la gente pierde la costumbre del contacto, da un paso atrás, se asusta, prevalece la desconfianza.
La Plaza
El turco Salomón vuelve a las andadas. Es un mesiánico. Cuándo le cuento lo qué esta sucediendo en España se apresura emocionado: “¿Ves? Ya te lo dije. Los tiempos del Mesías se acercan”. No me cuesta imaginarlo entre los acampados, pegando gritos a favor de la anarquía. “¿Para qué necesitamos un gobierno?”, preguntará, “¿acaso necesitamos que nos ‘mandoneen’ y nos roben?”.
Yo sigo lo que sucede en la Plaza con curiosidad. Se diría que hasta con emoción. Sé de sus peligros, las tensiones internas, sus contradicciones. Pero a pesar de mi supuesta madurez y conocimiento, observo con cautela, con admiración, con envidia sana. Oigo. No opino. Hace tiempo que no sentía lo mucho que tenía que aprender: una generación que nos deja boquiabiertos.
¿Alguien creía que no valían nada? Grave error. En tres días han mostrado como se toma una plaza, se levanta un campamento, se arma una radio, una televisión, wifi, asambleas multitudinarias… ¿qué saldrá de todo esto? No lo sé. Tal sea este bien así. Un grupo de ciudadanos que hartos del discurso hueco de sus supuestos representantes dicen basta: he aquí los problemas que realmente importan. Y los debatiremos a pleno sol. Nada se pierde, todo queda, todo se transforma… y así, avanzamos en la utopía.