#88

Acabo de terminar de leer, una vez más, El extranjero de Albert Camus. La primera vez que lo leí, veinte años atrás, me vino a la memoria el mismo recuerdo (ahora podría decir ‘el recuerdo del recuerdo’): estaba en Tel Aviv, acababa de llegar, era el mes de agosto del año 89, un tórrido verano, unos días antes de que cayera el muro de Berlín. Recuerdo que el primer carrete que fotografié –blanco y negro, cuatrocientas asas– se me saturó a consecuencia del contraste. Recuerdo el calor, el sol implacable, la sensación de caminar sobre un asfalto que no olvidaba el desierto. Las suelas de mis zapatillas se pegaban al pavimento. Sentía ese pequeño y casi imperceptible esfuerzo por despegarlas a cada paso. Recuerdo la impresión que me causó el momento del encandilamiento y,  años después, al encontrarme por primera vez con el texto de Camus, la violencia inmediata descrita en su novela: «mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol».
Vuelvo a leer la misma frase veinte años después, y nuevamente me produce el mismo efecto. Pensé: el Oriente Medio y el sol, tal vez sería el principio de una explicación…
(agosto 2015)

Jerusalén-Tel Aviv

 

Subo al coche. Sábado por la mañana. La ruta vacía. Buena música en la radio. Jerusalén va desapareciendo a mis espaldas. Enfilo hacia el Mediterráneo. El nudo en la garganta. La despedida de acontecimientos intensos. Un universo que se abre. Una confianza que se establece. Presto atención a la velocidad. Aminoro hasta plantarme en los cien reglamentarios. La mañana, la música, una ruta vacía, invitan peligrosamente a acelerar, un coche que se desboca como potro con deseos de correr.

A mis costados, a los lados de la carretera, murallas, a manera de estético pasillo. Cuándo llego a Tel Aviv, tan solo cuarenta minutos después de haber puesto en marcha el coche, me apabulla el abismo. Los universos irreconciliables. Es como si la ruta misma fuese un pasadizo secreto que va preparando el cuerpo y la vista en ese pasaje entre oriente y occidente.
(más tarde se me ocurriría que el muro es algo así como decir «no sabemos que hacer con esto ni como solucionarlo y mientras tanto lo mejor es no verlo. No queremos verlo. Se tapa, y nos olvidamos»).

Tel Aviv

Unas noches antes de viajar para aquí, una amiga decía que una vez que pisas estos pagos, el visitante avezado sentía la inutilidad de todas sus convicciones. Un sentimiento que regresa con cada visita: mis europeas certezas se disipan a golpe de realidad y contraste.