
LVIII

Subo al coche. Sábado por la mañana. La ruta vacía. Buena música en la radio. Jerusalén va desapareciendo a mis espaldas. Enfilo hacia el Mediterráneo. El nudo en la garganta. La despedida de acontecimientos intensos. Un universo que se abre. Una confianza que se establece. Presto atención a la velocidad. Aminoro hasta plantarme en los cien reglamentarios. La mañana, la música, una ruta vacía, invitan peligrosamente a acelerar, un coche que se desboca como potro con deseos de correr.
A mis costados, a los lados de la carretera, murallas, a manera de estético pasillo. Cuándo llego a Tel Aviv, tan solo cuarenta minutos después de haber puesto en marcha el coche, me apabulla el abismo. Los universos irreconciliables. Es como si la ruta misma fuese un pasadizo secreto que va preparando el cuerpo y la vista en ese pasaje entre oriente y occidente.
(más tarde se me ocurriría que el muro es algo así como decir «no sabemos que hacer con esto ni como solucionarlo y mientras tanto lo mejor es no verlo. No queremos verlo. Se tapa, y nos olvidamos»).
Unas noches antes de viajar para aquí, una amiga decía que una vez que pisas estos pagos, el visitante avezado sentía la inutilidad de todas sus convicciones. Un sentimiento que regresa con cada visita: mis europeas certezas se disipan a golpe de realidad y contraste.
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