172

El exilio como condición universal. Problemas derivados de difusos y equívocos conceptos desaparecen: raíces, arraigo, tierra, terruño, banderitas, pertenencia, herencia… Un mundo ideal dónde todos serían extranjeros, obligados a cambiar de continente, cómo máximo, cada dos generaciones. Y aun así, ya sería demasiada permanencia.

(noviembre 2012)

168

Una sociedad obsesionada con la construcción de su identidad, es una sociedad que no tiene espacio para ningún otro… (esto ya lo había dicho y escrito hace muchos años).

(junio 2011)

162

Me producen aversión las personas que utilizan el «tú no eres de aquí» para menospreciar las posiciones del otro, restarles importancia, marcar un falso territorio cuando ya no se tienen más argumentos en la discusión. Gente pequeña, mente pequeña, banderita grande.

(enero 2020)

161

Los dogmáticos no pueden entenderlo, está fuera de su experiencia vital. La ecuanimidad es un ejercicio difícil. Obliga a sostener un constante equilibrio, sin respuestas preestablecidas. Es un ir por la vida sin mapas, ni hojas de ruta, ni líderes que te indiquen cuándo aplaudir y cuándo no… Es ser un exiliado. Estás fuera del grupo. Tan solo, con tu consciencia.  

(Barcelona, octubre 2017) 

160

Franz era un fenómeno interesante, digno de estudio. El tipo se mostraba en las redes sociales de lo más ufano. Publicaba con asiduidad, respondía a todos los comentarios. Vivía dentro de Twitter. Levantaba pecho allí. Si tenía un problema, una consulta, una duda, no llamaba, no nos pedía consejo. ¿Para qué? Lanzaba la pregunta al mundo virtual, y decenas de deditos no tan virtuales, pero aburridos y dispuestos como él, le respondían. Con el tiempo, todo ha de decirse, se convertiría en un fenómeno local. Tenía miles de seguidores. Y quién no lo conociese en persona, debía de pensar que era un tipo majo, sociable, sonriente, amable, atento, educado… Nada más lejos de la realidad: era un hipócrita a consciencia, un arribista.  

Todo había comenzado también con un tweet, años antes. Franz y su familia acababan de llegar a la ciudad. A nadie conocían (o eso fue lo que nos contó). Recuerdo que era un tórrido agosto. En un tweet Franz publicó –en inglés–, en un tono aparentemente paternal y preocupado, pero calculadamente sentimental, que su hijo se siente solo y que le gustaría conocer a los futuros compañeros de clase. Supo tocar las teclas necesarias. Los medios locales y las redes, inmediatamente, se hicieron rápidamente eco. Y no era para menos: una familia danesa, rubios todos ellos, blancos, con buena economía. No se trataba de una familia más, sin recursos, latinoamericana o norafricana. No, nada de eso. Sino una familia ‘aria’ dispuesta a vivir entre nosotros, los sudorosos habitantes del sur, reconvertida en el imaginario de muchos en la Dinamarca mediterránea. Era nuestra oportunidad de demostrar una vez más al mundo lo que éramos: abiertos, cosmopolitas, cultos. ¡Hasta el mismísimo Conseller d’Educació le contestó! ¡En la televisión local lo entrevistaron! (es que somos así: abiertos, cosmopolitas, cultos; no como nuestros primos peninsulares: brutos, ignorantes, provincianos… ¿desde cuándo un danés querrá vivir en un pobre pueblo castellano?). 

Pasaron las semanas, las clases comenzaron y pronto constatamos que todo intento de entablar una relación se hacía imposible. Era como plantarse frente a una pared helada, ojos que miran y trituran.  

El colmo vino el día en que un padre nos trajo el tweet en que Franz, a tan solo un año de haber llegado, tan fresco, sin despeinarse, escribía: «de visita en Dinamarca, había olvidado lo fría que es la gente aquí. Ya me acostumbré a los abrazos y los besos del sur, a los cálidos saludos en el patio de la escuela». Esto escribía una persona que no hablaba con nadie y que se mantenía a una distancia de más de un metro de sus congéneres.  

El tweet, por supuesto, obtuvo nuevamente una avalancha de ‘likes’: público cautivo, amantes de nuestra banderita y nuestro idioma. Franz había entendido muy rápido qué hacer para escalar, sabía qué teclas precisas tocar: amor por el terruño, adhesión a la causa, fervor por su lengua. Solo más tarde recordaríamos que la primera vez que nos encontramos con él, se interesó, disimuladamente, por nuestras posturas en el tema candente del momento: ¿éramos independentistas? ¿teníamos tal vez relaciones que podrían ayudarle? Es que el hombre tenía olfato de la oportunidad, perspectiva de futuro. Entendió rápidamente por qué lado sopla el viento, y allí se plantó. Se emboscó en el trapo de colores y allí hizo su plaza fuerte. Y claro, ante tanto amor patrio mostrado por el rubio extranjero, su público local-virtual se volcaba con amor. Pero nosotros sabíamos que todo era una impostura. 

Y así fue como un día desapareció. Ni gracias ni hasta pronto, ni reunión de despedida para su hijo ni nada… ya no nos necesitaba.  

Se fue como vino: un mensaje dónde anunciaba que cambiaba de ciudad y comenzaba una nueva etapa.  

El último tweet que leí de él antes de mi “unfollow” anunciaba su inminente llegada a su nuevo destino, y que su hijo se sentiría solo y que deseaba conocer nuevas familias para él… también era un tórrido agosto.  

148

Casa América. Cafetería. Madrid. En la mesa vecina un hombre de unos cuarenta años. Gafas oscuras cuadradas, pasadas de moda, cabello negro, bigote, libreta abierta. Con el rabillo del ojo busca alrededor. Quiere iniciar conversación, se aburre. Inevitablemente, se dirige a mí. Se presenta. Artista mexicano, venido por Arco. Doy respuestas cortas, nada que dé lugar a más. Quiero estar solo, en silencio, disfrutar de un momento de lectura tranquila. Parece no percatarse. Me pregunta por «mi tierra». Que si voy, que si no voy. Ante lo evasivo de mis respuestas, que él confunde con desinterés por eso que denomina «mi tierra”, sentencia moralista –más cercano a un militar golpista que a un creador–: «no hay que olvidar tus raíces». Harto, le pregunto: «Cuándo me miras, ¿qué ves?… ¿una planta o una persona?». 

(2008) 

Crónicas e historias

«Es sumamente raro que los hombres cuenten una cosa simplemente como ha sucedido, sin mezclar al relato nada de su propio juicio. Más aún, cuando ven u oyen algo nuevo, si no tienen sumo cuidado con sus opiniones previas, estarán más de las veces, tan condicionados por ellas que percibirán algo absolutamente distinto de lo que ven u oyen que ha sucedido; particularmente si lo sucedido supera la capacidad de quien las cuenta u oye, y sobre todo si le interesa que el hecho suceda de determinada forma. De ahí resulta que los hombres, en sus crónicas e historias, cuentan más bien sus opiniones que las cosas realmente sucedidas; que uno y mismo caso es relatado de modo tan diferente por dos hombres de distinta opinión, que parece tratarse de dos casos; y que, finalmente, no es demasiado difícil muchas veces averiguar las opiniones del cronista y del historiador por sus simples relatos».

Tratado Teológico-político, Baruch Spinoza. 

Masa y poder

«El que las guerras puedan durar tanto tiempo hasta el punto de que aún se mantengan cuando hace mucho que están perdidas, se vincula con la pulsión más profunda de la masa: mantenerse en su estado agudo, no desintegrarse, seguir siendo masa. Ese sentimiento es a veces tan fuerte que se prefiere sucumbir a ojos vista, en vez de reconocer la derrota y con ella vivir la descomposición de la masa propia.»

Masa y Poder, Elías Canetti. 

#110

En mitad de la algarabía, me encuentro con M. Nos saludamos cálidamente. Haciendo un ademán que parecería abarcar toda la plaza, se interesa por mi opinión. Le contesto que no sé, que me lo estoy rumiando. Tener una actitud de observación ecuánime en un mundo dónde todo se consume con la rapidez de un tweet, es una forma de mantener la cordura.  

(octubre 2017)

#59

El político de turno sube al escenario, lleno de aspavientos. Tiene el honor de presentar al ponente de la noche. ¿Por qué un simposio académico presentado por un político?, pienso.

#41

Constato un fenómeno: si algo moviliza transversalmente a una sociedad, son los trapos de colores, las banderas. Todo lo que tiene que ver con el nacionalismo convoca, siempre, en todos los rincones del planeta, miles y miles de manifestantes. No así la cultura, ni las condiciones sociales, ni el coste de la vida, ni el hecho de que estén ahora mismo masacrando a otros en muchas partes del mundo. Lo que a la gente le importa, lo que a la gente le moviliza, lo que a la gente le mueve, son los trapitos de colores. «Dales un trapo, píntale unas barras, y la gente estará dispuesta a morir por el», escribió una vez un ideólogo nacionalista a finales del siglo diecinueve. Y no se equivocaba.

Jerusalén [II]

Jerusalén oriental. Cincuenta metros nos separarían de una frontera [hoy] imaginaria. Comienza el viaje en silencio.

¿A dónde?
Al centro de la ciudad, por favor.

Un cortísimo viaje de este a oeste [hasta cuánto Jerusalén occidental podría considerarse oeste está por discutirse, se entiende].

¿Primera vez aquí?
No.
Sólo necesitaríamos un poco de paz.
¿Ves ese señor en ese colmado?
Sí.
Pues bien, él quiere vender, como tu quieres que hayan turistas para tu taxi.
Tienes razón, pero no es fácil.
Yo, sin embargo, soy optimista.
¿Cómo puedes ser optimista?
Porqué hay que serlo, es una necesidad.

Silencio… avanzamos unos metros a través del pesado tejido automobilístico del atardecer jerosolimitano. Cruzamos el barrio ultraortodoxo, otra realidad.

¿Sabes qué?, piensa en Europa, ¿cómo estaba Europa sesenta años atrás?
Tienes razón.
¿Entiendes por qué creo que hay que ser optimista?

Llego a destino, pago los veinticinco shekels solicitados, bajo mi maleta, me despido.

Decisiones atrasadas

Veintitrés de enero. Los eventos se suceden, sin pausa desde mi regreso a la ciudad. Llegaba a Barcelona el mediodía del primero de enero, tras un más o menos largo vuelo. El aeropuerto vacío o casi. Salgo. Taxi libre. Tengo deseos de llegar a casa, lo cojo. Cruzo un par de frases con el conductor. Ya pasada la curva de la salida de El Prat me pregunta «si me enteré de lo de la T4, en Madrid». Claro, contestó, claro que me enteré. Me da a entender que se lo tienen merecido, puesto que el gobierno no hizo nada por el «acercamiento de presos», el avance del proceso y otras tonterías más. Sorprendido y cansado, callo. No lo insulto. No le digo que es un mezquino, que es un cobarde y un racista.
[Mezquino puesto que no puede tener ninguna empatía con nadie más allá de su propia y limitada biografía; cobarde porque no tiene agallas de condenar el terrorismo, sea dónde sea; y racista porque diferencia entre las víctimas, desgraciados circunstanciales, en función ya ni siquiera de su pertenencia, sino de su ubicación en el mapa (el atentado fue en Madrid, no en Barcelona…)].

No todos los taxistas oyen solamente la Cope… Algunos se nos caen también del mapa, pero del otro lado…

Mi primer decisión del año: no hablar más con los taxistas.
Vieja y recurrente costumbre que ya me ha llevado a más de un disgusto.
Tras lustros llevando esta práctica, en geografías y lenguas distintas, llegue a la conclusión de que lo mejor, es subirse y callar. Ayer mismo estuve a punto de olvidarlo. Llegaba tarde a una reunión, subo a un taxi, y tras el Buenos días de rigor e indicar la dirección de destino, se me ocurre preguntar por el clima, como si me cruzase en el rellano de la escalera con doña Josefa, la vecina del tercero… el conductor se lanza a una perorarta, esta vez corta… que no sigo. Se impone el silencio. Llego a destino, pago, y me digo… no es mala idea esto de callar en el taxi. Lo intentaré también en la escalera…