Diciembres (al regreso de Nairobi)

 

El periódico de la mañana traía la siguiente noticia: que este año cada español se había gastado una media de setenta y dos euros en billetes de lotería para el gordo de navidad. Como no conozco a nadie que haya comprado uno, me ratifica ese viejo refrán que dice que la «estadística es esa ciencia exacta que dice que si mi vecino tiene dos coches y yo ninguno, cada uno de nosotros tiene un coche». Al final, el gordo tocaría a sólo veinte metros de esta mesa desde la que escribo. Bajo las escaleras, curioso, a ver el espectáculo, mientras desencadeno mi bicicleta rumbo a la piscina. Enjambres de periodistas, esa jauría moderna de lo novedoso, al acecho. Me miran con recelo, no sea cosa que sea un disimulado agraciado. Pero no lo soy. Solo un momento me deleito ante la idea-espectáculo de qué haría de haber sido uno de los premiados… Al regresar, la jauría colaboracionista sigue allí. Ahora con más cámaras, y más chicas en falda, micrófono en mano, en busca de esa historia, la de siempre, la cenicienta moderna que, salvando a uno, nos haga creer que realmente «podemos», cuándo no somos más que un triste público a quién le arrojan las migajas del circo.
Ayer, antes de dormir, comencé a leer «El Retrato» de Gogol. Buena recomendación de C. Ya dormido soñaría con las pinturas de Goya. El color invadía la imagen, algo así como «esos días azules, ese sol de infancia» pero en rojo y verde. Sin todavía despertarme, tomaba consciencia de cuánto echaba de menos a Goya y cuánto me hacían falta sus cuadros en estos momentos. Como si dentro del color estuviera escondido el tesoro… pero no en metálico, sino en palabras.
Hace solo una semana que regresé (regresamos) de Kenia. Proyección de Quién mató a Walter Benjamin… en Nairobi; workshop al otro día en la Academia.
Me sorprendió (¿o me regocijó?) el ver la actualidad del tema a una sociedad aparentemente tan distante. Da cuenta del papel del arte en general, y del cine en particular, para generar diálogo. Uno de los asistentes pregunta, refiriéndose al valor de la cultura, si acaso el conocimiento del pasado, el exorcismo de sus fantasmas, sería suficiente para evitar otra matanza como la de Darfur o Rwanda (refiriéndose al frágil equilibrio social que se respira en Kenia tras los disturbios de principios de año). Contesto que «lamentablemente, toda la Biblioteca Nacional de Paris, con todos sus volúmenes y su sabiduría escrita, no pudo detener la barbarie. Y que por mucho que nos pese a los intelectuales y artistas, lo único que es capaz de detener a un tanque es otro tanque. El role del arte es otro y yo no me creo eso de que ‘quién no conoce su historia esta condenado a repetirla’. No hay ninguna relación entre esto y lo otro, como tampoco hay relación alguna entre la cultura y la compasión».
Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto?, pensaría más tarde…
Un poco de luz, convertirnos aunque sea en fugaz cerilla entre tanto sentido embotado.