Soñé que visitaba a mi antiguo maestro de infancia, hoy devenido en autoridad rabínica y director de la escuela.
Con los años, el colegio había cambiado mucho, se había modernizado. Sin embargo, la sala de maestros seguía siendo la misma, exactamente tal y como la recordaba. Una mesa rectangular, sillas de madera, un mantel de linóleo. Y en una esquina, como una reliquia ornamental, la máquina de reproducción de esténcil que tanto nos fascinaba de niños.
Al verme como una aparición en medio de la sala, la secretaria me pregunta qué hago allí. Sonrío incómodo, consciente de la inexplicable situación en la que me encuentro e, ingenuamente, le comento que soy un exalumno y quería pasar a saludar al director. Me observa unos instantes, como intentando calibrar qué clase de persona soy, si un nostálgico o un excéntrico… parece no definirse, y ante la duda, se retira sin decir palabra.
Tras unos pocos minutos de espera, regresa y me pide que la acompañe.
El director me recibe cálidamente. Joven, sonriente, amable. Los años no han pasado para él.
En seguida, entramos en temas relacionados con la religión. Ante mi escepticismo, intenta, paternalmente, convencerme de la importancia del regreso al rebaño. Le desafío que, si me da una sola explicación creyente y plausible sobre el sentido de la Shoah, regreso a la fe.
Él intenta algunos argumentos: «que los caminos de dios son inescrutables», «que lo que no entendemos ahora lo entenderemos en un futuro», «que todo tiene un sentido, aunque no lo comprendamos», «que se podría tratar de un castigo divino» …
Le contesto que todos esos son argumentos infantiles y que él bien lo sabe.
Sonríe.
«Tienes razón», dice finalmente, disculpándose.
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