Mi maestro de infancia

Soñé que visitaba a mi antiguo maestro de infancia, hoy devenido en autoridad rabínica y director de la escuela.  

Con los años, el colegio había cambiado mucho, se había modernizado. Sin embargo, la sala de maestros seguía siendo la misma, exactamente tal y como la recordaba. Una mesa rectangular, sillas de madera, un mantel de linóleo. Y en una esquina, como una reliquia ornamental, la máquina de reproducción de esténcil que tanto nos fascinaba de niños.  

Al verme como una aparición en medio de la sala, la secretaria me pregunta qué hago allí. Sonrío incómodo, consciente de la inexplicable situación en la que me encuentro e, ingenuamente, le comento que soy un exalumno y quería pasar a saludar al director. Me observa unos instantes, como intentando calibrar qué clase de persona soy, si un nostálgico o un excéntrico… parece no definirse, y ante la duda, se retira sin decir palabra.   

Tras unos pocos minutos de espera, regresa y me pide que la acompañe.   

El director me recibe cálidamente. Joven, sonriente, amable. Los años no han pasado para él.  

En seguida, entramos en temas relacionados con la religión. Ante mi escepticismo, intenta, paternalmente, convencerme de la importancia del regreso al rebaño. Le desafío que, si me da una sola explicación creyente y plausible sobre el sentido de la Shoah, regreso a la fe.   

Él intenta algunos argumentos: «que los caminos de dios son inescrutables», «que lo que no entendemos ahora lo entenderemos en un futuro», «que todo tiene un sentido, aunque no lo comprendamos», «que se podría tratar de un castigo divino» … 

Le contesto que todos esos son argumentos infantiles y que él bien lo sabe.  

Sonríe.  

«Tienes razón», dice finalmente, disculpándose.  

La aristocracia de la cultura

En Catalunya existe una especie de «aristocracia de la cultura». Los cargos se heredan de padres a hijos. Así vemos las mismas familias dominando las instituciones. Se las intercambian entre ellas, pasan de una a otra. Hoy están en una, mañana en la otra; y si los echan de alguna, no pateixis, se les consigue un trabajito de director en la de más allá. A veces uno se pregunta si forma parte de un contrato de clase, un compromiso previo para nunca dejarlos sin cargo, sin trabajo.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, permiten que un nouvingut se mezcle en su paisaje –faltava més!–, ya solo sea para justificar la imagen de apertura, cosmopolitismo e integración que tienen de sí mismos.

Micrófonos

El hecho de que tengamos micrófonos no significa que debamos encenderlos. Y el hecho de que tengamos ‘teléfonos inteligentes’ tampoco significa que tengamos que estar interactuando todo el tiempo. Las posibilidades de comunicación son numerosas. Puede que el desafío sea, justamente, expresarse solo cuándo sea imprescindible.

Parque de atracciones

Salí a filmar un lugar bastante decadente. Personas con las que no tengo nada en común, nada me une. Y, sin embargo, atracción. Atracción por lo que no soy, por lo otro, lo diferente. Una serie de planos cortos, atraído por los colores, el movimiento y las formas. Manchas de sombras frente a un carrusel que gira. Era solo cámara, aparato, ojo. Era yo, plenamente, yo.   

(1997)  

La bendición

Un amigo me pide presentar el libro de un conocido suyo, su primer libro. El escritor contacta. Como el tiempo apremia, le digo que sí, que presentaré su obra, aún si todavía no la había leído.  

El libro me llega una semana antes de la presentación. A medida que lo leo, con las urgencias impuestas por el calendario, mi asombro no puede ser mayor: hay textos enteros sacados de mi obra. Llegado a los agradecimientos, perplejidad: ni rastro de mi nombre, ni mención a la obra (la mía) que fue fuente de la suya.  

Llega el día de la presentación. ¿Qué decir? ¿Qué decirle? Más de cincuenta personas hay en la sala. Momentos antes de comenzar, cojo al flamante escritor a un lado y, aprovechando ese momento de intimidad, le expongo lo que pienso. Balbucea, sorprendido, cuál sonámbulo en medio de la noche, disculpándose.  

Esgrime argumentos de admiración, préstamos artísticos, plagios inspiradores… No sé si es un ‘jeta’ o un currante honesto, o ambos. No tengo tiempo de dilucidarlo. Ante la duda, zanjo el asunto con la siguiente bendición: «espero que la obra te vaya tan bien que puedas corregir el asunto en los agradecimientos de la segunda edición». Él dice «amén». Nos damos la mano.  

La presentación salió fenomenal, todos nos sentimos a gusto. La edición se vendió entera. El escritor, confundiendo la incompetencia de un público local y provinciano con su genialidad, se olvidó de su promesa. Y al llegar a la segunda edición, nada hizo, nada corrigió.  

Hoy, toda ella, se pudre en los depósitos de la editorial. 

La charla

Vamos en bicicleta. Él de pie, delante, sobre el cuadro.
Al llegar a la altura de Santa María del Mar, pregunta:
– Qué es mejor, ¿qué te mueras tu primero o qué me muera yo?
Sorprendido, echo mano de una estrategia infalible, responder con otra pregunta: 
– ¿Cómo qué es mejor? –digo, como si la cuestión no tuviera importancia alguna.
– Por ahí papa. Por la izquierda… –me indica señalando con el dedo hacia una callejuela estrecha–.
Ruidos del guardabarros trasero rozando el neumático… No digo nada, tal vez su mente ya se abre paso hacia otra cosa. Tres guiris pasean despreocupadamente. 
– Papá, ¿me vas a responder o no?
– Y tú, ¿qué piensas?
– Yo creo que es mejor que te mueras tú… yo estaré triste, eso sí, pero sería mejor así. ¿No crees? 
– Estoy de acuerdo, tienes razón. Sería mejor así. Piensa que si no estaremos muy muy tristes con mamá.
– Ya, es verdad. Mamá se pondrá muy triste.
– Mejor entonces que no se muera nadie por ahora. ¿No te parece?
El lugar que estamos buscando está cerrado. Enfilo hacia Via Laietana. Unos segundos después: 
– Bueno, pero tú no le dirás nada a mamá. Y así no se pondrá triste.
– ¿No le digo qué? 
– Si me muero.
– Claro, no le diré nada, no te preocupes. 
– ¿Seguimos paseando y charlando?
– Vale, seguimos un ratito más y luego nos vamos a casa que tengo que hacer la cena.

(principios de marzo 2020)

Esclavitos

Hace un tiempo, una mujer denunció en las redes sociales el caso de una amiga, cuyo jefe, no le permitió salir del trabajo a tiempo para ver a su padre moribundo. Cuando su amiga recién pudo llegó al hospital, ya era tarde. Su padre había fallecido. 

La publicación venía seguida de cientos de reacciones y comentarios indignados que se sumaban a la protesta, y la ampliaban con experiencias propias y ajenas: parece que en España pulularían cientos de malvados empresarios que no permiten a sus trabajadores asistir a los últimos minutos de sus seres queridos.

¡Cientos! La lucha de clases en su máxima expresión.

Sorprende la desaparición del sujeto. Todo sucede de manera pasiva, las personas convertidas en objetos sin capacidad de decisión.
Ante la insensibilidad del villano jefe, ¿se quedan acaso sentadas esperando a la hora de salida, o se levantan y, digan lo que digan sus superiores, se van a ver a sus familiares? ¿Se les imposibilita acaso la libertad de movimiento? (suponemos que no, que no están atadas ni se les cierra la puerta con llave impidiendo su salida, ya que, de ser así, deberíamos estar hablando de un grave delito penal de “privación de libertad”, ya ni siquiera laboral).

Libre albedrío, responsabilidad personal, conceptos que están desapareciendo en esta pugna por coronarse en víctima del otro.

Es como si muchos aspirasen al regreso a una etapa pretérita de esclavitud.